La DANA judicial en Valencia: cuando la chapuza llega al nivel del esperpento

En España hemos visto de todo: ministros que no saben cuánto cuesta un café, políticos que no recuerdan si cobraban sobresueldos, presidentes que confunden “resiliencia” con “resistencia”... Pero lo de ahora supera cualquier límite del ridículo institucional. Una víctima de la DANA en Valencia —una tragedia con casas destrozadas, vidas truncadas y familias en ruinas— denuncia que en su interrogatorio no estaba la magistrada competente, sino... ¡su marido!
¿Qué será lo próximo? ¿Que el fontanero del vecino firme sentencias? ¿Que el cuñado del fiscal reparta condenas en el bar de la esquina? La justicia española, que ya estaba tocada de credibilidad, ahora parece una chirigota.
Y ojo, no hablamos de un error administrativo. No es que se les colara un papel en el despacho. Hablamos de una persona sin toga, sin oposición, sin legitimidad alguna, ocupando el lugar de una magistrada y ejerciendo funciones que solo la justicia puede ejercer. Esto no es un despiste, es un atropello. Es como si el piloto del avión se quedara dormido y le pasara los mandos a su primo porque “sabe mucho de videojuegos”.
La víctima, que ya bastante tiene con haber perdido su vida normal tras la DANA, tuvo que tragarse el bochorno de ser interrogada por un señor que no era juez, ni suplente, ni secretario judicial. Era simplemente “el marido de”. Así, tal cual. La justicia convertida en un sainete de barrio, en el peor vodevil imaginable.
¿Y qué dicen nuestras autoridades? Nada. Silencio administrativo, silencio político, silencio judicial. Porque en España, cuando la vergüenza es monumental, lo mejor es esconderla debajo de la alfombra.
Lo más indignante es que hablamos de la DANA, una catástrofe natural que ya puso a prueba la capacidad del Estado para responder con rapidez y eficacia. Muchos aún esperan ayudas, reconstrucción, justicia. Y lo que reciben es a un “juez suplente por matrimonio”, como si fuera el comodín del público.
Mientras tanto, nuestros políticos de turno se llenan la boca hablando de “Estado de derecho”, de “independencia judicial” y de “confianza en las instituciones”. Pues bien: la confianza en las instituciones se derrumba a la misma velocidad con la que se inundan las casas cuando la DANA arrasa.
Si alguien todavía tenía la más mínima fe en que el sistema judicial funciona, este caso debería hacerle abrir los ojos: España no es una democracia seria, es un circo. Y los payasos ya no hacen reír, hacen llorar.
Quizá haya que empezar a exigir que cada juzgado ponga un cartel en la puerta: “Hoy imparte justicia el marido de la jueza. Disculpen las molestias”. Al menos nos ahorraríamos el teatrillo de fingir que esto es un país normal.
Porque cuando el Estado es incapaz de distinguir entre justicia y chapuza, entre legalidad y cachondeo, lo que nos queda es resignarnos a vivir en un esperpento permanente. Y en ese esperpento, las víctimas no solo sufren la tragedia natural de una DANA, sino también la tragedia institucional de una justicia que parece escrita por Valle-Inclán en una tarde de mala leche.